Las vegas, ciudad que nunca duerme. Capital del vicio, la avaricia, el despilfarro. Tentación, apuesta, sustancia y pasión. Luz y ruido veinticuatrosiete.
Mi barrio, vicio y más vicio. Mormullo nocturno. Sustancia, mucha sustancia. Mi barrio que despierta a la medianoche. La moneda que toca el filo del barandal a medio pintar. El chiflido que despierta al perro y la dosis que despierta los sentidos.
El barrio puede ser Las Vegas, pero Las Vegas no puede ser el barrio. Sólo uno gana y los demás pierden. Si dos ganan, uno forzosamente debe perder. Perder el dinero, la vida.
No apostamos en maquinitas, no lanzamos los dados por dinero. Se apuesta el pellejo por un gramo y lanzamos a la suerte, cada noche, cien o doscientos sucios pesos.
Los callejones que orinamos mil veces, también son la vía de escape pronta al apañón. Somos constantemente asediados por caminar las calles a la hora en la que deberíamos estar cuidando de nuestros hijos, o descansando para la jornada laboral matutina.
Este es mi barrio, no hay más. La noche anterior perdí mi pipa y hoy debo robar un foco para fumar cristal. Por eso cargo con un paliacate atado a la muñeca, siempre encuentro esos focos encendidos y queman. Pero más me quema la ansiedad de comprarle un cien al díler de la colonia, ya son horas que no fumo y hace rato que la malilla me ha dejado en paz. La cocaína ya no me hace ni cosquillas.
El día en que vinieron a cortar la hierba del baldío de la esquina se complicaron las cosas. Era un lugar ideal para asaltar a los morrillos que salen de la secundaria
en la noche. Al final ya no se atrevían a pasar solos, y aunque lo hicieran en manada, les iba peor. Instalaron alumbrado y limpiaron todo.
Yo me junto con otro par de drogadictos. Sí, eso somos, unos malditos drogadictos. Es lo único que nos une, lo que tenemos en común. Cuando éramos pequeños ni siquiera nos hablábamos. Cada quien tenía su grupito de amigos, excepto por Javis, él siempre fue bien pinche raro. Sentado en la cochera de su casa, dibujando pirámides en un pequeño pizarrón verde. Ahora, cuando entra en su viaje de LSD, se conecta con Moctezuma, o sabe quién vergas, y nos cuenta de cómo los españoles probaron drogas prehispánicas y terminaron muertos con esos tremendos viajesotes. Quisiera reírme en su cara, pero el wey es bien chido: cuando estoy erizo me picha una o dos piedras y una caguama.
El otro vato es más callado y reservado. Lo apodamos El Mudo. Bueno para allanar casas y abrir coches, lo que sea por un cien. No siempre fue así. Yo lo veía pasar con chicas diferentes cada semana, cuando estábamos en preparatoria. Jugaba al fútbol, era muy bueno. Estuvo a punto de llegar a primera división pero una lesión lo detuvo. A partir de entonces se volvió esa persona tímida y reservada y sólo abre la boca para sacar el humo de las siete piedras que se fuma diario. Siete era el número que usaba en su playera.
Me siento con ellos cada noche, en un pedazo de concreto que sirve de banca, en los callejones. Tenemos una pequeña bocina y una usb que encontré en la cartera de uno de los estudiantes que no conocen mis mañas. Irónico, ¿no? A mí me dicen así, El Mañas. Escuchamos música o ponemos la radio hasta que la programación de la estación es automática y ya no hay locutor. A esa hora todos duermen y lo único despierto es nuestro deseo de consumir, lo que sea y como sea.
Las noches en que no conseguimos para conectar, nos da hambre. El taquero se cansó de darnos las sobras del comal, nos amenaza con un machete que en nuestro viaje parece una espada samurái. Entonces debemos provocar la ira de algún vecino, que harto del escándalo nocturno, llama a la policía. No ponemos resistencia. Encerrados tendremos algo qué comer y una cobija para dormir. En los separos, el custodio y la señora que toma los datos nos saludan como saludarían a un amigo de toda la vida. Nos sirven ración extra de canela y cuando hay sopa de codito, nos dan dos platos a cada quien.
A las diez de la mañana estamos afuera y hay que caminar de nuevo al barrio. No está lejos, pero caminar con la ansiedad de una dosis es el infierno. Los tres llevamos la cabeza gacha buscando encontrar dinero o algo de sustancia. Nunca hemos tenido suerte, pero siempre tenemos la esperanza y sobre todo la necesidad.
Han pasado más de quince horas de mi última dosis y me siento morir. Ofrezco lavar el coche de mi hermano a cambio de cincuenta pesos. Lo dejo más sucio pero no importa, compro algo de marihuana y me subo a la azotea a fumar. Desde ahí veo a mis amigos peleando por una tacha que algún buen samaritano les regaló.
Mi madre grita mi nombre varias veces. Tranquilízate, pienso o digo en voz quedita, aún estoy volando pero bajo a ver qué necesita. Es una carta, me dice y extiende un sobre blanco. ¿Qué pedo? ¿Una carta? Nadie manda esas cosas en estos tiempos. De quién chingados será me dice mi señora madre, pero rápido se da cuenta al ver mi mirada perdida y ese tic nervioso que sólo aparece cuando algo me conmueve o atemoriza. Es aquella, respondo con una voz seca, casi automática, sólo que se cambia el nombre para que no te des cuenta. Mi mamá sólo me mira compadecida. Suspiro, me encojo de hombros y me doy la vuelta, con la cabeza gacha, con el ánimo golpeado.
Hace casi dos años que terminé una relación con la morra de la carta. Me duele pensar en su nombre. Siempre es “esa” o “aquella”, jamás es quien debe ser. Como digo, terminamos. Antes de que yo empezara a consumir, ella ya lo hacía, a mis espaldas claro. Nunca quise abrir los ojos, pero era muy evidente, demasiado. Hasta que un día tuve que llevarla al hospital por intoxicación. Al día siguiente la terminé, y un día después empecé a consumir.
El matasellos es gabacho. Ella se fue para allá por orden de sus padres. Buscaban alejarla de todo aquello que le hacía daño y que la movió a consumir drogas. Lo que no sabían es que ella era la principal causa de su propio daño. Hace mucho tiempo que no tenía noticias de ella.
“Estoy trabajando en una boutique de huevos. Posiblemente consiga entrar a la universidad. Llevo casi dos años limpia. Pienso regresar en vacaciones y visitarte. He pensado mucho las cosas y creo que deberíamos platicar, quedar bien, como amigos. Me han contado que te pasas los días en el viaje. Me duele pensarte de esa manera. Ya no lo hagas, te estás haciendo daño y…”
¡A la verga! ¿Quién se cree? ¿Con qué derecho se atreve a decirme estas pendejadas? ¡Cuál es su problema chingadamadre! Me resulta insoportable seguir leyendo y no hago otra cosa que romper la hoja en pedazos, cada vez más pequeños, hasta que son casi confeti. Uso mi encendedor para que sean sólo ceniza, pero eso no me ayuda a borrar esas estúpidas palabras que acabo de leer.
Camino enfurecido a mi habitación. Debajo de la cama tengo una pequeña caja de zapatos con algunas cartas y recuerdos de ella. Vacío su contenido en el suelo y lo quemo también. Ahora el suelo está chamuscado y la ceniza me tizna las manos. Sólo me queda algo más. Es un reloj de muñeca, grande y pesado. Me lo regaló el día de mi cumpleaños. Ella sabía que ese enorme reloj me volvía loco y lo compró con sus ahorros de mucho tiempo. ¡Que se vaya a la chingada también! Y me salí corriendo de la casa, ya sabía qué hacer con el.
Toqué a la casa del Chicles. Ese wey es el jefe de todo este sucio barrio. Me invitó a pasar y me condujo hasta uno de los cuartos más oscuros y pequeños de la casa. Nos sentamos y esperó. Saqué el reloj, lo puse sobre la mesita que nos separaba. Ni siquiera lo tocó. Le dirigió una mirada rápida y se levantó de su silla. De una mochila que estaba junto a él, sacó varias bolsas negras. A su vez, de ahí empezó a sacar bolsitas con sustancia. Levantó la manga del saco blanco que llevaba puesto, tomó el reloj de la mesa y lo abrochó a su muñeca. Luego me entregó cinco de esas bolsitas que había sacado.
Ya en la calle, caminé a la piedra de siempre. Ahí encontré al Javis y al Mudo, erizos, desesperados. Les ofrecí la droga que llevaba conmigo y como perros hambrientos me la arrancaron de las manos y se dieron la vuelta.
Aposté todo por esa vieja, como en Las Vegas, y perdí. Por su culpa, ahora soy un vicioso, un adicto. Pero no del juego, mucho menos de las drogas, soy adicto al dolor. Me castigo con esa asquerosa manía de consumir cualquier chingadera que me ofrecen, intentando lograr lo que ella hizo conmigo: olvidarme.
Me quedé viendo el cielo despejado, completamente azul. Unos minutos después, las nubes densas y grises que emitían mis colegas me llenaron los ojos de una opacidad triste e irritante que me puso a llorar.